Cavilando en el almacén. De castro.
Los eucaliptos me transmitían frío, a pesar de estar en
Junio. Esos colosos de la naturaleza, que en perfecta simetría, formaban
hileras que se perdían en el horizonte, no me dejaban ver el Sol, pero
proporcionaban sombra, vital para el trabajo.
Ya barruntaba el frío cuando salí de casa, aún en plena
noche. Horas mágicas para dormir, para estar de fiesta, o para divagar en el
estudio. Pero terribles cuando tienes que vivirlas con el mono del trabajo a
pleno rendimiento físico, si no has sido estricto con el descanso.
Quizás ellos estaban
habituados, por eso todo eran risas y chascarrillos llenos de vitalidad cuando
llegamos al punto de encuentro. Pero yo no. Había transgredido mi ritmo
biológico y empezaba a tener estomaguera, que pienso podría ser el origen de
ese frío. Por lo que no estaba para debatir si Romario era el mejor delantero
que habían visto., aunque pensara que la elegancia y la técnica de Van Basten
eran superior. Pero en ese momento no hubiera podido convencerme ni a mí mismo.
Nos montamos en el camión y tras parar a tomar café, unos
kms más adelante, en un bar de carretera a la altura de Gargáligas, llegamos a
nuestro destino. A la orilla del Zújar en Entrerríos, a la altura de Valdivia.
Mientras preparaba los aperos de labranza, algunos ya habían
sacado unas tajadas de sus merenderas. Había que comer algo contundente y aún
no había amanecido. En mi estómago, a esas horas, no entraba nada, así que me
limité a echar unos tragos a un danup mientras me fumaba un cigarrillo. Esa
sería mi sentencia de muerte.
En Jaén, en la época
de la recogida de aceitunas hay déficit de temporeros. No solo es por lo poco
que pagan los jornales, que es la razón más comentada. Se suelen olvidar de un
sutil detalle. De la dureza de un trabajo, que muchos, no están dispuestos a
padecer, más allá del salario. Un amigo me comentaba que un rocoso de gimnasio,
se apuntó a su cuadrilla. A las 9 de la mañana hablaba por los codos, al
mediodía bajó el nivel de intensidad y por la tarde ya solo hablaba si le
preguntabas. Al día siguiente no apareció ni a cobrar.
En pleno verano, con ropa debajo del mono, la angustia de
tener que mirar a través de una rejilla negra, con el inquebrantable zumbido de
las abejas acechando y con unos guantes de goma que no ajustaban bien a las
manos, las 7 horas siguientes iban a ser mi infierno particular.
Ninguna especialidad es más asumible que otra, pero dada mi
nula destreza en nada en ese campo, tuve que desempeñar la simple, pero severa,
tarea de cajonero. Un colmenero sacaba los cuadros que yo tenía que trasladar con una carretilla hasta el camión, donde otros colmeneros, extraían la miel.
Y me pasó lo que al rocoso del gimnasio en los vetustos y
gélidos olivares de Marmolejo. Me dio una especie de "parreke" y tuve
que sentarme un rato lejos del puesto de colmenas. Y no te puedes quitar la
carilla, ni los guantes, ni ducharte, ni vestirte de domingo, ni coger el coche
para escapar!, porque las abejas te abrean.
Pasé la jornada con la mayor dignidad que pude, salvo el
momento sin respuesta física que no puedes controlar. Pero confieso que,
incluso, empapado de sudor y agotado por momentos, diría que tuve sensaciones
placenteras. Era el aquí y ahora!, donde el instinto de salvación juega un
papel crucial, y no deja que le dediques un gramo de fuerzas a laberínticas y
estériles ecuaciones.
Parar a beber agua, despojarse del mono, sentarse en una
canalización de riego entre frutales, comerse un trozo de tortilla de patatas
con un tomate picado mientras la brisa te va secando el cerco de la cabellera,
es sublime.
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