Masatrigo. Un resquicio en la noche


Recuerdo que me pasé los Sábados de un verano hacíendome 200 kms de madrugada y en el trayecto estaba incluida la rotonda más grande del mundo. Hasta ese punto siempre llevaba prisa, y aún no se por qué, si eran madrugadas suaves y plácidas con la grata compañía de la Ser y con el asiento del copiloto repleto de galguerías, refrescos y cigarrillos.

Quizás porque quería terminar cuanto antes un viaje tedioso y largo en exceso, llegar a casa para quitarme los zapatos y rendir tributo a “Logan´s Run” tupiéndome de agua de la nevera a oscuras, o tal vez, porque durante los 150 kms anteriores, me daba tiempo de sobra para llegar a la conclusión de que no merecían la pena.., más allá de un viaje solitario en la noche acechando la imagen recurrente de la muerta de la curva, visillo blanco satén al viento, roído, con los bajos embarrados, y del autoestopista del infierno con la cara gangrenada y sonrisa profident, alentadas por las inmersivas historias de Iker Jiménez.

Fuese por lo que fuese, el puente de acceso significaba que ya estaba a las puertas de casa y de repente, como una corazonada, me entraba la calma. Había veces que me relajaba de tal manera que le rodeaba en primera e incluso me detenía para coger aire y contemplarle, porque en el viaje inverso, le atravesaba como alma que lleva el diablo, hasta el punto de, casi,  odiarle por ralentizar mi paso.

El Cerro Masatrigo ya estaba ahí miles de años antes de que yo le cruzara, y seguirá estando miles de años después. No se va a abrir para que pases, ni le importan las frustraciones ni los anhelos de nadie. Siempre se mantendrá, firme y pétreo, triturando las ansias vivas de kamikazes son rumbo.



La Montaña Mágica


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